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Juan Luis CalderónApril 20, 2017
(fotografía: iStock)

II domingo de Pascua

23 de abril de 2017

Lecturas: Hch 2: 42-47 | Salmo 117: 2-4. 22-24. 25-27a | 1 Ped 1: 3-9 | Jn 20: 19-31

Las lecturas de la misa de hoy nos cuentan los primeros pasos de la Iglesia. Cronológicamente, el Evangelio va antes que los Hechos de los Apóstoles. Las dos lecturas de hoy sirven para ubicarnos en el contexto de la experiencia que vivieron los apóstoles. Seguro que servirá para iluminar nuestro propio momento.

La muerte de Jesús dejó a sus discípulos desorientados. Tantas esperanzas puestas en él se desvanecían como arena en el desierto. Las lecturas que leeremos durante la Pascua volverán una y otra vez a esos seguidores de Jesús cuyos sentimientos han quedado registrados. Veremos una y otra vez miedo, angustia, desesperación, tristeza y mucha falta de fe. (En su descarga, debo decir que el Señor había anunciado unas cosas que no eran tan fáciles de aceptar; ni lo son aún, aunque ahí vamos).

No es sólo que lloraron la muerte del Maestro, sino también le da una parte de ellos mismos. Aquellos que dijeron “Señor, ¿a quién podemos ir? Tus palabras son palabras de vida eterna. Nosotros ya hemos creído, y sabemos que tú eres el Santo de Dios” (Jn 6:68-69), también habían enterrado una parte de sí mismos detrás de la piedra de la tumba de Jesús.

La espiritualidad de la Pascua sirve, en parte, para retomar esas emociones pesadas que nos cuesta aceptar y lavarlas en las aguas de la resurrección. Es exactamente lo mismo que hicieron los discípulos. Al escribir los Evangelios, no ocultaron la cobardía con la que enfrentaron la situación. Se escondieron (por ejemplo, hoy en Jn 20:19). Dudaron y negaron (Jn 20:25). Huyeron (lo veremos el próximo domingo en Lc 24). Incluso regresaron a su vida anterior (Jn 21).

Muy valientemente, aceptaron pasar a la historia por lo que fueron, sin adulterar su biografía con falsas heroicidades. Dos de los evangelistas fueron apóstoles y no ocultaron su poca edificante realidad.

O, quizá, es precisamente lo contrario. Los Evangelios cuentan lo que sucedió con luces y sombras, con mucha miseria humana y mucha misericordia divina. Nosotros (los de hoy y los “nosotros” de todo tiempo) podemos enfrentar lo que somos y transfigurarlo a la luz de la resurrección del Señor. Este hecho cambió todo, hasta llegar a decir: “si Cristo no resucitó, el mensaje que predicamos no vale para nada, ni tampoco vale para nada la fe que ustedes tienen” (1Co 15:14).

Entre la sepultura y la aparición de Cristo vivo, hay unos días de oscuridad total en la vida de esa primera Iglesia naciente. Pero de repente “algo” sucede que les lleva a recuperarse y transformarse. La resurrección física de Jesucristo supone la resurrección espiritual de los cristianos. No todo cambió de un día a otro. Tampoco hace falta. Para que el cambio sea verdadero y profundo, hay que dar un tiempo para digerir lo que pasa. Por eso veremos durante estos domingos de Pascua cómo Jesucristo se aparece una y otra vez y cómo ellos van acostumbrándose a la nueva situación.

Así, poco a poco, se prepararon –y nos preparamos– para la Ascensión. Esos que se sintieron descabezados y perdidos después de la cruz, esos que se escondieron y dudaron, alcanzaron el momento de la Ascensión renovados, fortalecidos, valientes. Ya nada pudo detenerlos, ni siquiera la persecución, la tortura o la cruz. Por eso nosotros mismos vamos a recorrer ese proceso de aceleración espiritual esta Pascua.

Nosotros mismos nos iremos llenando del Cristo y su Espíritu. Iremos resucitando de esas pequeñas cosas que nos entorpecen y subiremos al cielo llenos de esperanza. Vamos poco a poco, lo sé, pero así debe ser para que el cambio sea duradero y a mejor.

Por eso, ¡ánimo compañeros de camino! Los primeros pasos de la Iglesia fueron vacilantes como los de un niño que aprende a caminar. Pero, al igual que el niño, aprendió y hasta echó a correr. Y en eso estamos también nosotros. Caminamos, corremos, pero ya no para huir, sino para alcanzar la meta prometida.

Si tiene algo que decir, cuéntemelo en palabra@americamedia.org, en Twitter @juanluiscv.

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Oración

¡Aleluya! De nuevo grito ¡Aleluya! Sí, Señor, lo digo y lo repito. Porque es lo que más necesito hoy. Quiero despertar mi esperanza y ser motivo de esperanza para los demás. Por eso repito ¡Aleluya!

Instrucciones para rezar la oración de Pascua: dígalo muchas veces. Sí, diga solamente “¡Aleluya!”. Hasta que resuene dentro de usted, hasta que sienta su eco en la mente y en el corazón. Diga solamente “¡Aleluya!” hasta que se lo crea.

 

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