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Juan Luis CalderónApril 12, 2018
(Fotografia: Rick Barret/Unsplash) (Fotografia: Rick Barret/Unsplash) 

15 de abril de 2018

Tercer domingo de Pascua, B

Lecturas: Hch 3: 13-15. 17-19 | Salmo 4 | 1 Jn 2: 1-5a | Lc 24: 35-48

La primera palabra de la Biblia es beresit, genesis, en el principio (dicho en hebreo, latín y español). Esta es la puerta de entrada a la Historia de la Salvación. “En el principio”, con esas palabras se señala aquel primer momento que puso todo en marcha. Toda la creación se desarrolló a partir de esa preciosa imagen de los siete días.

La segunda fase de la historia comenzó en un paraíso donde todo puede funcionar bien. Dios y los hombres compartían un gran proyecto de vida. Por desgracia las cosas no pasaron como hubiera sido preferible. En manos de Adán y Eva, el libre albedrío se convirtió en un arma. Aquello que constituía a los “primeros padres” como hijos, los llevó a la perdición por el mal uso que hicieron.

La tercera fase narra la reconversión de la historia en Historia de Salvación. Sin conformarse con un plan fallido, Dios reorganiza todo para que el ser humano regrese a ese paraíso perdido. Empieza ahí la promesa. Durante siglos Dios se revela a su pueblo mostrando poco a poco otro modo de transformar la existencia. No da las cosas por descontadas, sino que alimenta nuestra capacidad de decidir.

Página tras página, los libros del Antiguo Testamento nos relatan el lento caminar de Dios con los seres humanos a lo largo de la Historia. Así Israel queda construido en pueblo de Dios y pueblo elegido, como una especie de intermedio hasta recuperar la filiación (ser de nuevo hijos).

Dios dio por supuesto que los hijos serían buenos por ser hijos suyos. Pero no fue así. Eso de “de tal palo, tal astilla” no siempre funciona. La Biblia está llena de traiciones y desencuentros, junto a intervenciones amorosas de Dios. Hay en ella episodios de liberación y personajes que aman a Dios sobre todas las cosas y que se convierten en modelos para un pueblo.

Sin embargo, este pueblo no siempre alcanza el nivel esperado para quienes son del Señor. La Biblia narra todos estos avances y retrocesos en un larguísimo proceso de siglos que a veces parece interminable. Dios nos hizo una promesa cuyo cumplimiento se demora. Esa tensa espera, a veces desesperada, se podría resumir en la frase: “Cuando venga el hijo del hombre, ¿encontrará fe en la tierra?”

Las cosas fueron tan mal que el hombre tocó fondo. Son inolvidables los libros de los Macabeos donde la traición es tan grande que hasta se le falta el respeto a Dios y a su templo. Dios acaba interviniendo de modo definitivo. De esta inquietud destellan la fidelidad, el amor y el compromiso que hacen que la esperanza sea posible.

Dios juega su carta definitiva: envía a su Hijo, lo hace nacer de una mujer, nacido bajo la Ley, para recuperar a todos y devolverles la condición de hijos de modo definitivo (Gal 4:4-5). Así se propicia una nueva etapa de la Historia, la etapa actual, en la que hemos sido redimidos y adoptados, aunque el mundo siga gimiendo con dolores de parto (Rm 8:22). De esta gestación nace una nueva humanidad.

En Jesús de Nazaret se cumple la promesa tantas veces anunciada desde antiguo. Cristo la realiza con palabras y con obras; con dulzura a veces, con temor y temblor (Fil 2:12). De muchas maneras habló Dios desde antiguo (Hb1:1) y habló de manera definitiva al pronunciar el Verbo. El gran día de la promesa surgió de este proceso histórico. Todos aquellos pasos e intentos divinos nos acercaron a la salvación. El día de la resurrección cumplió de modo definitivo la promesa redentora del Padre. Así le llegó también su “primer día” a la Palabra.

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Oración

Señor de la promesa, ayúdame a ser consciente de lo que prometo y a ser firme en el cumplimiento. Que de mis labios salgan palabras que expresen promesas sinceras nacidas desde el corazón. Amén.

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