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Fotografia: Jonathan Weiss/Unsplash

20 de mayo de 2018

Domingo de Pentecostés, B

Lecturas: Hch 2: 1-11 | Salmo 103 | 1 Cor 12: 3b-7. 12-13 | Jn 20: 19-23

“¡Qué cosas tiene el papa Francisco!”, me dijo el otro día un muchacho en catequesis de confirmación. Fue durante una charla de presentación de la exhortación apostólica Gaudete et exsultate (GetE). El grupo de jóvenes al que hablaba parecía sorprendido por el lenguaje del papa: directo, sencillo y “comprensible”.

Pero el tema… En este siglo XXI avanzado, con la tecnología a ritmo frenético, con redes sociales que todo lo ven, con naves espaciales y televisiones inteligentes… ¿En medio de todo esto el buen papa de Roma nos vuelve a soltar un documento sobre la santidad? Mamma mia! ¿Todavía se habla de eso? ¿La santidad no es un asunto de libros viejos? ¿No es algo de estatuas polvorientas?

Gaudete et exsultate retoma el más clásico de los temas de la espiritualidad bíblica: la santidad. La invitación “sed santos, porque yo soy santo” (Lv 11,45; 1 P 1,16) atraviesa la vida del creyente. La santidad y su búsqueda nos conectan, ya aquí en la tierra, con el cielo. A mis jóvenes oyentes, les parecía que la predicación del Evangelio debería estar más conectada con la transformación del mundo que con las verdades escatológicas. Traté de explicarles que no hay una sin otra.

Seguimos sin explicar bien que para ser del cielo hay que estar enraizado en la tierra y sus asuntos. “La santidad no te hace menos humano, porque es el encuentro de tu debilidad con la fuerza de la gracia. En el fondo, como decía León Bloy, en la vida existe una sola tristeza, la de no ser santos” (GetE 34). La celebración de Pentecostés es por eso integral para nuestra espiritualidad. El Espíritu Santo desciende para iluminar la conversión del mundo en la antesala del paraíso perdido. El Espíritu Santo anima la gran comunión mundial, capaz de superar cualquier límite.

El comienzo de los Hechos de los Apóstoles relata lo sucedido el día de Pentecostés. “Al cumplirse el día de Pentecostés, estaban todos juntos en el mismo lugar” (Hch 2:1). Todos y juntos son las dos palabras clave. Para eso el Padre envió al Hijo y luego al Espíritu. La unidad es la tierra fértil que nos lleva a buscar el bien común. “Si nos dejamos guiar por el Espíritu más que por nuestros razonamientos, podemos y debemos buscar al Señor en toda vida humana” (GetE 42). El Espíritu Santo trabaja en quien se une.

Los apóstoles se escondieron cuando Jesús faltó. En vez de entregarse a los demás para unirlos, se segregaron asustados por la muerte trágica del Maestro. Pero Dios nunca abandona su proyecto. El amor de Dios siguió con ellos y Jesús resucitado se les presentó para volver a ser el centro de sus vidas.

Es preciso aprender la lección y ser fieles a la misión encomendada. Como dice el papa Francisco, “necesitamos el empuje del Espíritu para no ser paralizados por el miedo y el cálculo, para no acostumbrarnos a caminar solo dentro de confines seguros. Recordemos que lo que está cerrado termina oliendo a humedad y enfermándonos” (GetE 133).

Eso nos pasa quizá con Pentecostés y el gran don del Espíritu. Quizá hemos “enlatado” un poco la fiesta al someterla a ciertos cánones. Corremos el riesgo de que la libertad y el compromiso queden diluidos. Desde luego cada celebración termina con un envío misionero. Hay que remarcarlo más para que sintamos que esa es la consecuencia y la continuación de lo que celebramos en la Iglesia. De la comunión con Dios y con los hermanos pasamos a la comunidad con la humanidad entera. El fin es el perdón de los pecados con el poder del Espíritu (Jn 20:23).

Nos queda mucho por meditar y hacer, guiados por el Espíritu, hasta que todos seamos santos y todo sea santo.

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Oración

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