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Juan Luis CalderónJanuary 25, 2018
(Fotografia: Ashim Silva/Unsplash) (Fotografia: Ashim Silva/Unsplash) 

28 de enero de 2018

4 domingo tiempo ordinario, ciclo B

Lecturas: Dt 18: 15-20 | Salmo 94 | 1 Cor 7: 32-35 | Mc 1: 21-28

La semana pasada reflexionábamos sobre el tiempo en el que las cosas de Dios y las cosas del hombre se cruzan. Para Dios no hay prisa. Tiemblo al leer en el salmo: “Mil años en tu presencia son un ayer, que pasó; una vela nocturna” (Sal 89:4). Ahora, para nosotros sí hay prisa: “Los días de nuestra edad son setenta años; si en los más robustos son ochenta años, con todo, su fortaleza es molestia y trabajo, porque pronto pasan, y volamos" (Sal 90:10).

La prisa se transforma en urgencia porque “la vida es corta [...] y este mundo que vemos es pasajero” (1Co 7:29.31). Nuestro tiempo es limitado y, tristemente, lo ocupamos en cosas menos importantes, en pelear, en envidiar... Esa es la gran denuncia de la Primera carta a los corintios que leemos estos días.

Pero, ¿cómo salir de esa dinámica de “pérdida de tiempo”? Se insiste mucho en la necesidad de enfocarse. ¿Cómo hacerlo cuando a nuestro alrededor muchas situaciones nos invitan a lo contrario? Son preguntas que rápidamente nos hacemos porque lo primero que buscamos es la solución a todo con el mínimo esfuerzo, el mínimo requerimiento y el mínimo dolor. Por mucho que sepamos que así no funciona el mundo, soñamos aún con la varita mágica de Harry Potter y un conjuro en latín que suene bien y arregle todo.

Nuestro tiempo es limitado y, tristemente, lo ocupamos en cosas menos importantes, en pelear, en envidiar...

El asunto que está en juego, en resumen, podemos presentarlo así:

–¿Cuándo? –“se ha cumplido el tiempo” (Mc 1:15).

–¿Qué? –“el Reino de Dios está cerca” (Mc 1:15).

–¿Cómo? –“convertíos y creed en el Evangelio” (Mc 1:15).

–¿Quién?

Hoy llegamos al “¿quién?” Esa es la pregunta clave. Antes de responder a estas cuestiones sobre el cómo arreglar todo, la Palabra de Dios se pregunta: “¿quién?”. Ya sé que lo sabemos, pero siempre conviene enfatizarlo, como hoy las lecturas lo vuelven a plantear. La respuesta tiene dos variantes, ambas importantes.

Desde luego la primera y más lógica, es que cada persona es el “quién” protagonista de su propia vida y colaborador en su propia salvación. “¿Quién?” es cada uno de nosotros que nos interesamos por el amor de Dios y buscamos la vida eterna; que apreciamos la presencia creadora y redentora del Padre y del Hijo y la bendición continua del Espíritu. Cada uno es el beneficiario de la salvación y cada uno recibe la invitación a esa vida nueva.

Siempre se insiste en la decisión personal porque sólo ejerciendo el libre albedrío se puede alcanzar la plena comunión. La vida espiritual es mucho más que obedecer mandamientos, seguir preceptos y hacer lo que otros dicen y que se supone que sea lo bueno. Es fundamental convencerse de que lo que Dios dice es bueno para uno mismo y elegirlo.

Cada uno es el beneficiario de la salvación y cada uno recibe la invitación a esa vida nueva.

Al mismo tiempo, hay un segundo “¿quién?” Y también la Sagrada Escritura ampliamente le dedica atención. Es el “quién” que no sólo acepta la Palabra como propia, la asume y la encarna, sino que además se pone a su servicio para transmitirla a otros. Se le ha llamado de muchas maneras o –mejor dicho– muchos han realizado esta misión desde diferentes posiciones. Todos ellos son personas elegidas para ser creyentes y vivir en comunión con Dios. Todos ellos, también, hacen suyo el punto de vista de Dios y la dimensión comunitaria del proyecto divino. Así, ellos saben y sienten muy dentro que para ser fieles al amor de Dios, han de amar al prójimo y entregarle parte de sí.

Todos ellos aceptan la salvación y transforman su vida de tal modo que no sólo es una vida que colabora con la propia salvación, sino con la salvación de todos. Son aquellos que dedican su ser a transformarse y transformar al mundo a imagen y semejanza de Dios. Son quienes se implican en el proceso del pueblo en todos los niveles de la existencia: religioso, espiritual, histórico, social y político.

Son quienes iluminan la vida propia y la de todos al convertir en valores vividos aquellos del Evangelio. Son los que no desean mover los hilos del mundo para salvar a todos sea como sea, sino transformar a todos y a la sociedad para que juntos busquemos al Señor. Son los que no quieren soluciones fáciles, sino procesos transformadores.

Todos ellos aceptan la salvación y transforman su vida de tal modo que no sólo es una vida que colabora con la propia salvación, sino con la salvación de todos.

Los primeros de este grupo son los profetas. Ellos repiten las palabras de Dios, dejan todo lo demás y se consagran a la repetición de la Palabra, aun a riesgo de la propia vida. A esta categoría deberían pertenecer hoy los catequistas, los sacerdotes, los predicadores. Si ellos no anuncian la verdad, nadie lo hará. También están los jueces y reyes cuyo modo de hacer misión es gobernar y producir leyes que sirvan para que la vida social se oriente hacia Dios y su Reino.

A este grupo deberían pertenecer todos los que ejercen un cargo público del tipo que sea (eclesial, institucional, social, político…). Que sean gobernantes para el bien común y no lo que leemos en los periódicos. También forman parte de este grupo aquellos padres de familia que crean una familia que es la iglesia doméstica. En ella se vive la fe y se preparara una nueva generación alejada de la moda y preocupada por la solidaridad, la fraternidad y la justicia.

Las iglesias vuelven a repasar una y otra vez estas lecturas de hoy porque es imprescindible salir de lo cómodo para anunciar a otros la Buena Nueva. Les dejo una tarea para esta semana: a este grupo de los que se implican en la comunidad, ¿quién más pertenece? Si desea darme ejemplos concretos y vivir de la actualidad, puede hacerlo en palabra@americamedia.org o en Twitter @juanluiscv.

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Oración

Dios mío y de todos, Dios nuestro, durante esta semana ayúdame a ser constructor del Reino y proclamar la Palabra con mi vida, mis acciones, mis actitudes y también con mis palabras de bendición. Amén.

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