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Juan Luis CalderónJanuary 11, 2018
(Fotografia: Danka & Peter / Unsplash)(Fotografia: Danka & Peter / Unsplash)

14 de enero de 2018

2 domingo del Tiempo Ordinario

Lecturas: 1 Sm 3: 3b-10. 19 | Salmo 39 | 1 Cor 6: 13c-15a. 17-20 | Jn 1: 35-42

Hace poco vino un predicador a hablarnos en el grupo de oración de la iglesia que frecuento. Era uno de esos que siempre cuenta su historia de conversión. Ya conoce el cuento: llevaba una vida de lujos y vicios, manejaba un carro que usted nunca podrá manejar, estaba rodeado de un número de mujeres que usted nunca tendrá, vivía una vida loca que usted nunca probará, etc. Pero abandonó todo eso tan pronto se convirtió a Cristo.

Cierto, esta historia es edificante. Conviene escucharla alguna vez y aplaudir la misericordia de Dios. Pudiese también agradecer al Señor por no haberme dejado caer tan bajo o preguntarle por qué a mí no me tocó nunca eso de los lujos. Pero, ¿por qué no me queda un buen sabor en la boca cuando escucho esta historia repetida por tantos predicadores?

Llevo muchos años dirigiendo retiros espirituales. En los varios países donde lo he hecho he encontrado diferentes realidades y motivaciones. Sin embargo, he aprendido lo fundamental que es encarnar la fe para que haya una experiencia real de Dios. Por eso me decepcionan esos predicadores que repiten los mismos sermones. Igual me sucede con los que sólo cuentan su momento de conversión. ¿Será que en su vivencia de la fe nada cambia? ¿O que el Espíritu no les dice nada nuevo? Qué sospechoso me parece eso.

Esos predicadores en realidad sólo nos cuentan su historia, donde Cristo aparece sólo al final eligiendome, haciendo de “mí” el centro del universo. Es triste ver que, en esos cuentos, el Señor ocupa el espacio más pequeño del relato. En ellos, el verdadero protagonista es el pecador que decide seguir a Cristo, como si de simple voluntad personal se tratase. No me convence ese Dios que está ahí sentado sin más, esperando a que el pecador decida aburrirse de sus fechorías. No me gusta sobre todo porque es un Dios muy distinto al de las Sagradas Escrituras.

Las lecturas de este domingo presentan momentos de búsqueda y encuentro. Dios sale al encuentro del hombre, lo busca y acompaña, lo sigue y persigue, lo llama. Vemos también a hombres que buscan la presencia de Dios, que desean la comunión, aquellos que ya saben identificar la llamada divina. Son como Samuel en la Primera lectura (1 Sm 3:4-10). Éste estaba tan listo para escuchar que hasta cuatro veces saltó de la cama a medianoche para ponerse al servicio de su Señor. En el Evangelio, Andrés aparece como un auténtico buscador de la verdad (Jn 1:37).

Esos son los ejemplos que deberíamos predicar. El Antiguo Testamento generalmente alarga las historias con más detalles, fruto de su origen oral pasado a papel después. Además refleja un tiempo de preparación en el cual el pueblo se ajusta poco a poco a esa presencia.

Con la llegada de Cristo, todo cambia. La revelación queda completada (Hb 1:1-3) y Cristo pasa a ser el detalle principal. Los evangelistas ya no nos cuentan por ejemplo toda la historia de Andrés, Pedro y los demás discípulos. No se enfocan ni en sus idas y venidas ni en cómo eran antes de conocer a Jesús. Sólo nos dicen que eran hombres espiritualmente abiertos: mientras cada uno realizaba un oficio distinto, todos sentían aquella “hambre de Dios” que da sentido a la vida.

Para rematar, Juan nos narra este momento de conversión con una sencillez que sorprende. “Maestro, ¿dónde vives?” Jesús les contestó: “Vengan a verlo”. “Fueron, pues, vieron dónde vivía y se quedaron con él ese día” (Jn 1:38-39). ¿Por qué esta ausencia de narración y de drama? Porque los posibles lujos o necesidades de la vida pasada de Andrés no son el punto, sino que Jesús y él se encontraron.

Si Andrés hubiese sido como el predicador que escuché el otro día, yo sabría ahora la marca de su automóvil, el tamaño de su casa y el estilo de su vestuario. Pero no sabría que se encontró con Jesús a las cuatro de la tarde. Andrés sin embargo estaba hecho de otra pasta. Cuando le contó su historia de conversión a Juan, sólo le dijo que fue, vio, compartió con Jesús y que eran las cuatro de la tarde.

Esos eran los dos detalles que a Andrés le importaban. ¿Cuáles le importan a usted?

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Oración

Yo he sido bautizado en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Amén.

(repita meditativamente esta frase unas cuantas veces, hasta que resuene en su alma).

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