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Juan Luis CalderónJanuary 12, 2017
(fotografía iStock)
Dios tiene un plan en el cual cabe la contingencia. No todo sale como estaba previsto o deseado. Al ser actores principales de este gran drama de la historia, aportamos nuestras propias peculiaridades e incongruencias.
 
Dios es perfecto, pero sus criaturas no. Por eso las inconsistencias, aunque no formen parte del plan primigenio, se convierten en un elemento integrante del devenir de la historia de salvación y del desarrollo del plan de Dios. El objetivo es muy claro: dar al mundo, a las criaturas, y en particular al ser humano, un espacio maravilloso donde vivir. 
 
Ese es el concepto de paraíso. Esa es la utopía que a veces nos parece tan inalcanzable. Debido a que el plan salió más torcido de lo esperado, Dios necesitó reorganizar las cosas para eliminar el principal obstáculo que se había filtrado en el proceso: el pecado. 
 
En otras palabras, todo lo que Dios hace es un proyecto. No deja cabos sueltos, aunque permita las improvisaciones y los cambios motivados por los otros “actores” de este plan. 
 
Una de las peculiaridades de la fe cristiana es precisamente que Dios busca la colaboración de los hombres y de las mujeres de todo lugar y de todo tiempo. El plan de Dios implica la comunión con los seres humanos. No somos meros beneficiarios de la magnanimidad de Dios, ni receptores pasivos del divino amor, ni marionetas guiadas por el Altísimo y sus designios.
 
Para ello, nos envía al Cordero de Dios (Jn 1:29). Esa es la misión de Jesucristo, el motivo principal de toda esta nueva perspectiva de la historia de la salvación. El paraíso perdido debe ser recuperado, porque ese era el plan trazado desde el principio del mundo. El devenir de los acontecimientos hace que el Mesías se convierta en un liberador espiritual, contrario a las expectativas humanas del viejo Israel. 
 
Pero el proyecto divino para los seres humanos y para la historia es mucho más grande. En él, somos también protagonistas. A Dios no le basta que seamos siervos, ciegos obedientes sin cerebro ni corazón, sino quiere que seamos el “lugar” donde se manifieste su gloria (Is 49:3). No puede dejar de impresionarnos e inspirarnos lo que dice el profeta Isaías: “Es poco que seas mi siervo […] te voy a convertir en luz de las naciones, para que mi salvación llegue hasta los últimos rincones de la tierra” (Is 49:6). 
 
La redención solamente podía realizarla Dios mismo y así sucede en Jesucristo, Dios hecho hombre. Pero el acontecimiento histórico salvífico sucede a través de su encarnación. De muchas maneras pudo suceder, pero quiso que fuera desde la humanidad misma y a través de las vicisitudes de un ser humano, por muy milagroso que fuera.
 
Dios se hizo hombre al nacer en Belén en la forma del niño Jesús. Fue a la vez un acontecimiento histórico de relevancia teológica y un acontecimiento teológico de relevancia histórica. Al hacerse hombre y Dios-hombre-salvador, el Señor nos involucra en su plan con una nueva categoría. Debemos honrar este hecho diariamente. 
 
Decir, con Juan bautista, que ese que va ahí es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo es afirmar la presencia salvadora de Dios en la vida cotidiana. Una salvación de la que somos beneficiarios y, precisamente por eso, repartidores y comunicadores. Llevamos la salvación dentro; sólo nos queda sacarla de nosotros, compartirla y hacérsela encontrar los demás. 
 
Si tiene algo que decir, cuéntemelo en palabra@americamedia.org, en Twitter @juanluiscv.
 
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Oración
Aquí estoy, Señor, salvado por ti y necesitado de salvarme de mí mismo. Atiende a mis realidades, dame la esperanza para vivir la paz del alma con tanta intensidad que me haga transmisor de esa paz. Deseo ser colaborador de tu ministerio y repartidor de bendiciones. Sé que juntos podremos hacer que este mundo sea más feliz. Amén.
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