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James Martin, S.J.March 29, 2010

Queridos hermanos y hermanas, ¡me da muchísimo gusto estar con ustedes! Como se darán cuenta en un momento, el español no es mi primer idioma, y Miguel Arias, un amigo de Loyola Press es quien ha traducido mi conferencia para el día de hoy. No obstante, quería hacer esta presentación en español a fin de entablar una conversación con ustedes más directa e íntima. De antemano me disculpo por los errores que pueda cometer. Si digo algo ofensivo, no lo hago con mala intención, ¡sino porque mi español sin duda es muy malo!

Gran parte de mi experiencia como cristiano ha sido formada gracias a mi interacción con la cultura hispana o latina, tanto así que me cuesta muchísimo trabajo imaginar mi vida sin ella. Lo mismo aplica a la Iglesia Católica en los Estados Unidos de América. ¿Quién puede imaginar a nuestra Iglesia sin las contribuciones tan humanas, vibrantes y sentidas por parte de la comunidad de habla hispana?

Hace muchísimo tiempo tomé una gran decisión mientras cursaba el séptimo grado de primaria, ¡y es una decisión con la que ustedes quizas no estarán de acuerdo! Se me presentó la oportunidad de estudiar francés o español, y escogí… francés, por la sencilla razón de que el libro de texto para aprender español era mucho más grueso, y por lo tanto, ¡mucho más difícil! Así pues, me inscribí en las clases de francés.

No obstante, mi papá, hablaba español sin ningún problema (esto lo logró debido a la facilidad que tenía para aprender idiomas y a la amistad que tenía con sus colegas de habla hispana en su lugar de trabajo) y muchos de mis compañeros de preparatoria estaban estudiando español. Así que para el siguiente año, además de estudiar francés, también me inscribí para las clases de español. Mi maestro era conocido como Mr. Joe, a quien por supuesto, llamábamos “Señor José”. (El siguiente año, mi maestro no tenía un nombre muy hispano que digamos, porque nos referíamos a él como el Señor Doyle).

Desde mis primeros momentos en clase, me enamoré del idioma castellano por el sonido de las palabras mismas; las consonantes claramente enunciadas y, especialmente, por la manera en que las erres han de ser pronunciadas (en lugar de comérselas, como sucede en el idioma francés). Espero que un día pueda hablar español tan bien como lo hacía mi papá.

Aquellas clases de español que tomé durante los años de la preparatoria me fueron muy útiles diez años después cuando ingresé al noviciado Jesuita en 1988. Dado que a todos los jesuitas estadounidenses se les pide que estudien el idioma, se nos pidió a los novicios que durante el verano estudiáramos español.

Así pues, un verano caliente, en el sótano de una Iglesia Episcopal de Cambridge, Mass., repasé todo el vocabulario, la gramática y la estructura de los enunciados que había aprendido una década antes en la preparatoria. Y fue entonces cuando me enamoré nuevamente del idioma castellano, de su español.

Pero esta vez, mi amor por el castellano fue más profundo aún. Esta ocasión no era simplemente una cuestión de imagen o de cultura, era cuestión de testimonio cristiano. Una de las experiencias más profundas durante mis años de novicio fue el martirio de seis jesuitas que trabajaban en la Universidad Centroamericana José Simeón Cañas, en San Salvador, junto con su cocinera y su hija, en el año de 1989. Su trabajo a favor de los pobres llevó a estos Jesuitas a no huir, sino estar al lado de sus hermanos y hermanas y, consecuentemente, ser asesinados durante el conflicto civil en El Salvador.  

En esta ocasión entendí realmente, por primera vez, que un cristianismo verdadero tiene su propio costo. Ese martirio no es algo que solamente tuvo lugar durante el período de la Primera Iglesia. Las historias de los santos y santas continúan hasta el día de hoy. Me resulta muy difícil explicar en palabras lo mucho que este evento significó en mi vida cristiana.

El meditar en estos dramáticos eventos me puso en contacto, por vez primera, con la riquísima historia de la Cristiandad en América Latina. Los mártires salvadoreños despertaron mi interés en la Iglesia de aquél país, que me llevó a ver la película: “Romero”, basada en el martirio del Arzobispo de San Salvador.

Inicialmente, Óscar Arnulfo había permanecido indiferente ante la grave situación de los pobres. Su nombramiento como Arzobispo de la capital del país, hecho público en 1977 fue recibido con molestia por parte de quienes esperaban alguien que hablara de parte de los pobres: era bastante claro y firme que Romero estaba del lado de los ricos y poderosos. No obstante, cuando su amigo Rutilio Grande, sacerdote jesuita, fue asesinado junto con dos miembros de su parroquia debido a su trabajo en pro de la justicia social, Romero comenzó a ver las injusticias que clamaban hasta el cielo. Su conversión había comenzado.

El obispo, dedicado a la lectura y ya en edad muy madera, se convirtió en un defensor de los pobres, transmitiendo sus homilías semanales por la radio para que todo el país las escuchara. Las amenazas contra su vida no lo detuvieron. “Si me matan”, dijo, “resucitaré en el pueblo salvadoreño”. El Arzobispo fue asesinado el 24 de marzo de 1980, mientras celebraba la Misa; con esto se convirtió en el primer obispo en ser asesinado en el altar, después del asesinato de Santo Tomás Becket, en el Siglo XII. De esta manera fue que Romero se convirtió en un gran héroe para mí, quien aun nos motiva y da la fuerza necesaria para predicar abiertamente el Evangelio, sin importar el costo que paguemos por ello.

La vida de Romero se convirtió en una puerta de entrada a la historia de hombres y mujeres del mundo latinoamericano. De alguna forma, a partir de Romero, seguí un camino que, de alguna forma se asemeja a un circuito que me llevó de Juan Diego a Teresa de Ávila, a Juan de la Cruz, a Martín de Porres o a Junípero Serra. Así son los santos: uno te lleva a otro; como amigos que son, un amigo te presenta a otro amigo. Cada uno de ellos y ellas te lleva a Dios.

Ese mismo sendero me llevó nuevamente hasta San Ignacio de Loyola, el fundador de la Compañía de Jesús, quien era un español del Siglo XVI, cuya historia había comenzado a estudiar el primer día de mi noviciado. Su notabilísima historia es una de las dos historias de santos españoles que aparecen en el libro; el otro es Pedro Arrupe, también español, y también, Superior General de la Compañía de Jesús, en este tiempo, en el Siglo XX.

Durante el segundo año de mi noviciado, se me hiso muy fácil decidir dónde quería pasar lo que nosotros llamamos “experiencia larga”: cuatro meses de ministerio a tiempo completo en una institución jesuita. Mi deseo de entender mejor la cultura latinoamericana me llevó a Nativity Mission Center, en la ciudad de Nueva York. Era una escuela secundaria jesuita, dedicada a servir a servir a los niños hispanos de las familias más pobres. Desde entonces, este es el modelo que se ha replicado a lo largo de todo el país: grupos pequeños de clase, atención personal y programas después de la escuela para ayudar a los niños en algún tipo de desventaja.

El primer día que empezé en la escuela, estaba rodeado de una increíble mezcla de culturas latinoamericanas: niños que provenían de México, República Dominicana, Puerto Rico, El Salvador, Guatemala, Ecuador, Perú… realmente provenían de toda América Latina.

Aun así, los estudiantes no fueron la única manera en que aprendí acerca de estas culturas. Las mamás, los papás y especialmente las abuelitas, también estaban ahí, colaborando con la oficina del Director y en las cocinas, donde cocinaban sabrosos alimentos para sus hijos y nietos. La secretaria de la escuela, de nombre Paulita, era una eufórica mujer que cocinaba almuerzos de arroz con pollo con su sofrito casero; esta experiencia era tan memorable que le supliqué que me diera la receta para que yo pudiera cocinarlo a mi regreso al noviciado. (Y de hecho, lo hice, pero nunca me quedó tan sabroso como a Paulita le quedaba). Paulita fue mi tutora informal tanto en español como en espanglish y se divertía llamándome: “Martincito” o “Padrecito”.

Esto fue una conexión instantánea con las culturas latinoamericanas, una introducción muy diferente de lo que aprendí de nuestros aburridísimos libros de español de la escuela preparatoria. Las misas en español que se celebraban en la iglesia cercana de la Natividad estaban abarrotadas de gente de todas edades, que a la vez cantaban gozosamente sus cantos, mismos que llegué a aprender de memoria. (Siempre que escucho “Pescador de hombres” o “De colores”, estas misas me vienen a la memoria de forma instantánea). Las fiestas de quinceañeras continuaban con su jolgorio y música fuerte hasta altas horas de la noche en un jardín que estaba exactamente debajo de la ventana de mi habitación en la comunidad jesuita. (¡Admito de que me mantenían despierto hasta las tres de la mañana y esto puso a prueba mi aprecio por las fiestas de quinceañeras!). Los días festivos para los católicos de alguna nación en particular, como por ejemplo, Nuestra Señora de Altagracia, que me tocó celebrar con ellos mientras era parte de esta comunidad, era algo que simplemente no podías perderte.

También fue esta mi primerísima presentación a Nuestra Señora de Guadalupe. Debido a que crecí en una parroquia de los suburbios de Filadelfia jamás tuve contacto alguno con esta historia. No obstante, al pie de las escaleras de la escuela había una imagen brillante y colorida de Nuestra Señora de Guadalupe rodeada de rayos metálicos quemados por el sol; las extremidades de estos rayos dorados eran tan puntiagudas que te podían picar el dedo mismo, tal como me sucedió la primera vez que los toqué.

Nuestra Señora de Guadalupe cuidaba pacientemente a cada uno, día a día: a los estudiantes corriendo hacia arriba y abajo de las escaleras, gritando y carcajeándose; a las mamás y abuelitas caminando laboriosamente hacia la cocina; a los maestros desconcertados ante el mal comportamiento de algún alumno y que, bajaban silenciosamente las escaleras; cuidaba incluso de mí mismo, que era un asistente de maestro. Nuestra Señora de Guadalupe fue una presencia palpable durante los pocos meses que pasé ahí y gracias a ellos, creció mi amor por ella.

Desde entonces la cultura hispana – latina se ha convertido en parte de mi vida. Durante el paso de los años he realizado y compartido mi ministerio con latinos en todo tipo de contextos y situaciones: en parroquias, hospitales, centros de retiro, e incluso, como capellán de una prisión. Aun así, sigo siendo un aprendiz. Por citar un ejemplo, me han invitado a dar talleres o conducir presentaciones a Los Ángeles con cierta frecuencia, donde los fieles hispanos dan a las iglesias un espíritu muy diferente al que había en la parroquia de mi niñez en los suburbios de Filadelfia. Durante un viaje que hice a Santa Fe, Nuevo México, un amigo me llevó al Santuario de Chimayó, un lugar de peregrinación que, a menudo se le da el nombre de: “Lourdes de los Estados Unidos”. Al momento presente, trabajo en una revista de publicación semanal, en la que el español es parte de nuestras operaciones diarias, tan común como el inglés y de esta manera puedo seguir practicando el español que aprendí durante mis años en la preparatoria.

Así pues, cuando remonto la memoria a mi primer encuentro con la cultura latina en aquella pequeña escuela de la ciudad de Nueva York, que también fue la primera vez que realmente “aprendí” español, considero que esta experiencia fue un gran regalo para mí. De hecho, pienso en ella de una forma más específica, recordando una frase famosa de Tomás Merton, el monje trapense que conocerán en un momento. Merton dijo que su lectura de la vida de Santa Teresita del Niño Jesús, la monja carmelita del Siglo XIX fue: “un gran regalo en el orden de la gracia”. Esa es precisamente la manera en que puedo describir la experiencia de acogida a lo largo de los años que tantos amigos de habla hispana me han dado en su propia vida. Como un “gran regalo en el orden de la gracia”.

Ahora me gustaría compartir un pequeño regalo con ustedes, hablando un poco de los santos.

Esta tarde me gustaría hablar con ustedes respecto a la forma en que los santos nos ayudan a encontrar nuestro propio camino a la santidad. Me gustaría sugerirles que no sólo somos llamados a ser santos, sino que es posible, con la gracia de Dios, ser santo o santa. Aun más, Dios quiere que seamos santos y santas, porque con la gracia de Dios, llegar a ser santo o santa, es algo posible.  Y haremos todo eso en una hora. He ahí la razón del título de esta presentación: Conviértanse en santo. (¡En menos de una hora!)

Pues bien, mi interés por los santos comenzó hace muchísimo tiempo y, para compartir cómo inició, me gustaría contar un chiste.

Escuché este chiste durante el Congreso del año pasado, por cierto, pensé que era muy gracioso, y aun así, le pregunté a una amiga hispana si era ofensivo para la cultura. Así pues, se lo conté y se rió una y otra vez y dijo: “¡No, está buenísimo!”.

Es un chiste muy específico acerca de una asociada pastoral hispana que trabaja con un pastor anglosajón. Un día, alrededor de estas mismas fechas, se encuentra con el pastor al final de la misa, justo antes de irse a casa. “Pues bien, le dijo el pastor, nos vemos el 17 de marzo, para celebrar nuestra gran fiesta de San Patricio”. “No”, dijo la asociada pastoral, “no estaré ahí. Después de todo, no le tengo mucha devoción a San Patricio. Les tengo más devoción a los santos de mi propia tradición, usted sabe, de la tradición hispana, como Santa Teresa de Ávila, San Juan de la Cruz, San Ignacio de Loyola, Santa Rosa de Lima, Monseñor Romero, y más…”. El pastor se quedó muy triste. Entonces la asociada pastoral le dijo: “Pero lo veré en la fiesta del Señor San José, el 19 de marzo, ¿no es así?” Y el pastor le dijo: “¿El Señor San José? ¿Le tienes devoción al Señor San José?”, y la asociada pastoral dijo: “¡Por supuesto que sí!”. “Pero el Señor San José no es hispano”, dijo el pastor, un tanto confundido. “Mire padre”, dijo la asociada, “Posiblemente no sea hispano, pero cualquiera que se case con la Virgen de Guadalupe, para mí, es hispano”.

Así pues, todos tenemos santos y santas diferentes a las que queremos muchísimo. Justamente he escrito acerca de algunos de ellos y ellas en un libro llamado Mi vida con los santos, disponible ahora en español y, como lo dije anteriormente, mi interés por los santos comenzó hace muchos años atrás, a una edad muy temprana.

Cuando tenía 9 años vi un anuncio de revista en el que se vendían estatuillas plásticas de San Judas. Ni siquiera puedo imaginar cuál revista sería, dado que mis papás no estaban suscritos a revistas católicas; aun así, el anuncio era lo suficientemente atractivo de tal forma que me convenció a enviar por correo la suma de $3.50.

Ahora, no puedo imaginar lo que logró captar mi atención y guiar mis deseos a San Judas y gastar mis “domingos” de tres semanas en una estatua de plástico. Ciertamente que no fue el conocimiento de la vida de San Judas lo que dirigió mi atención hacia él. No sabía nada de él, excepto lo que la revista decía: Judas era el patrón de las causas difíciles y desesperadas. Aun cuando hubiera estado muy interesado en leer arca de él, había muy poco para leer.

A pesar de toda su popularidad, Judas sigue siendo una figura misteriosa. Se le reconoce como uno de los doce apóstoles, pero sólo hay unas cuantas menciones de él en el Nuevo Testamento.  La Enciclopedia del Catolicismo dice lo siguiente acerca de San Judas: “No tenemos información confiable acerca de esta obscura figura”.   

Pero esto no me preocupaba en lo más mínimo a los nueve años de edad. Su historial no podía ser menos indiferente para mí. Lo que me gustaba acerca de Judas era el hecho de ser el patrón de las causas difíciles y desesperadas. ¿Quién sabía el tipo de ayuda que alguien así podría darme? Por encima de todo, el gasto de $3.50 valía la pena.

Muy aparte de esto, unas semanas después, el cartero entregó un pequeño paquete que contenía una estatua de plástico de nueve pulgadas de altura junto con un librito de oraciones para recitarle a mi nuevo patrono. Inmediatamente puse la estatua encima del tocador que había en mi cuarto.

Con el tiempo, me dirigía a Dios sólo para pedirle cosas. Por favor, concédeme que saque una “A” en mi próximo examen. Por favor, ayúdame a tener éxito en los deportes. En aquellos años, veía a Dios como un gran solucionador de problemas, alguien que podía componer todo a quien sólo había que pedirle las cosas con mucha insistencia. Pero cuando el gran solucionador de problemas no componía las cosas--que era más frecuente de lo que me hubiera gustado–-volvía mis peticiones a San Judas. Pensaba que si lo que le pedía a Dios estaba más allá de su capacidad, entonces, por seguro, era una causa desesperada, y era tiempo de invocar a San Judas.

San Judas permaneció pacientemente en la parte superior de mi tocador hasta que estaba en décimo grado. Cuando mis amigos visitaban nuestra casa, les gustaba meterse a mi cuarto. Y, a pesar de que quería mucho a San Judas, me preocupaba lo que mis amigos podían pensar si espiaban lo que tenía y encontraban una estatua de plástico. Así que San Judas era relegado al cajón de los calcetines y lo sacaba solamente en ocasiones especiales.    

Mi fe era otra cosa, podemos decir, que estuvo relegada al cajón de los calcetines durante los años siguientes. Mientras estudiaba en el Colegio, me convertí en alguien que muy ocasionalmente iba a la iglesia, aun cuando seguía invocando al gran solucionador de problemas. Y mi fe se debilitó cada vez más, tanto así que mi cariño por San Judas me comenzó a parecer como algo muy infantil y aun más, algo vergonzoso.

Todo eso cambió para mí a la edad de 26 años. Luego de haber trabajado durante seis años en el mundo corporativo, comencé a sentirme cada vez más insatisfecho y fue entonces cuando inicié con la idea de hacer algo diferente con mi vida, aun cuando no tenía la más mínima idea de qué podía ser ese “algo diferente”. Después de todos estos años en el mundo de los negocios, lo único que quería era salirme de ese ambiente. A partir de ese deseo, fue que le permití a Dios que hiciera su trabajo. El gran solucionador de problemas estaba trabajando en la solución de un problema que a mí mismo me costaba muchísimo entender. Con el tiempo Dios daría respuesta a una pregunta que hasta la fecha no recuerdo haberle hecho.

Una tarde regresé a casa y me puse a ver la televisión, mientras buscaba la programación mediante los controles me llamó la atención un documental acerca de un sacerdote católico llamado Tomás Merton. Aunque jamás había oído algo acerca de él, en el documental apareció una gran cantidad de personas famosas que dieron testimonio respecto a cómo éste hombre había influenciado su propia vida. En sólo unos minutos tenía muy clara la idea de que Merton era brillante, chistoso, santo, único y todo eso a la vez. El documental fue algo tan interesante que me llevó a buscar y comprar su autobiografía, La montaña de los siete círculos.

Tomas Merton era una persona de contradicciones: un viajero que hizo voto de estabilidad, un escritor famoso que dijo odiar la fama, un contemplativo muy activo, una persona profundamente cristiana motivada por las espiritualidades orientales. Era cálido, generoso y paciente, pero también podía ser arrogante, terco e impaciente. Pero también era muy chistoso. En cierto punto, al inicio de su caminar como escritor, escribió a su editor diciendo: “Ya se han publicado muchísimos libros malos. ¿Por qué razón no puede publicarse mi mal libro también?”.

Luego de que terminé La montaña de los siete círculos y pensé acerca de mi futuro, sólo una cosa tenía sentido y era hacer algo de lo que Merton había hecho. Posiblemente no era entrar al con los monjes trapenses, pero sí era hacer algo así. Por supuesto que había dudas y algunos inicios no tan seguros, pero, dos años después, renuncié a mi trabajo y a los 28 años ingresé a la Compañía de Jesús.

Fue así que Merton se convirtió en un compañero para mí: alguien que me ayudaría en mi camino a Dios. Y ese es uno de los modelos tradicionales de la devoción a los santos. Mientras que el modelo más común para nuestro tiempo es el de patrono –la persona a la que le pedimos favores– en la Primera Iglesia, la manera más común de ver a los santos era como compañeros, personas que nos acompañan en nuestro camino hacia Dios.

Tan pronto como ingresé al noviciado jesuita me sorprendí al saber que mis compañeros novicios también tenían devociones muy fuertes por algún santo o por otro. Hablaban con mucho afecto respecto a su santo o santa favorita, como si los hubieran conocido personalmente.

A pesar de que otros novicios fueron sinceros en sus devociones, la idea de rezarle a los santos me parecía supersticiosa. A pesar de mi experiencia con San Judas, me pregunté: “¿Cuál es el punto de rezarle a los santos?”. Si Dios escucha tus oraciones, ¿para qué quieres a los santos? ¿Acaso, Jesús no basta?

Estas preguntas encontraron su respuesta cuando descubrí una colección amplísima de vidas de los santos que llenaban los libreros de la biblioteca del noviciado. El primer libro que leí fue Historia de un alma, la autobiografía de Santa Teresita del Niño Jesús.

Hasta este momento, no conocía casi nada de “La Florecita” e imaginé a Teresa de Lisieux como si fuese una violeta que se apachurraba en sí misma: tímida, callada y aburrida. Y aquí es precisamente cuando las representaciones tradicionales de los santos o santas no ayudan mucho, y en ocasiones, afectan negativamente. A menudo, las imágenes de Teresita de Lisieux son cursis e insípidas, y más que nada, irrealistas. Así pues, me sorprendí enormemente al leer su biografía y darme cuenta de que no era estatua aburrida de yeso, sino una mujer plenamente viva, inteligente y de una fuerza de voluntad increíble, ¡alguien a quien me hubiera gustado conocer!

Una vez en el monasterio, Teresita decidió que aunque nunca sería una gran alma, ella andaría gustosamente lo que llamó su “Caminito” hacia Dios, que consistía en hacer las cosas pequeñas con amor y reafirmar una actitud de humildad entusiasta y siempre alegre.

La verdadera Teresita, la que conoces en sus escritos, es una gran sorpresa para la gente que solamente la conoció en las estampas de santos o en los vitrales de las iglesias. El hecho de que fue amorosa y caritativa, no le impidió ser franca y la franqueza destruye el estereotipo del santo o santa de yeso que es exactamente igual a otro santo o santa. Esta santa, que es la más católica de las santas y santos, odia rezar el Rosario. Y créanmelo que esta no es una palabra fuerte. “Para mí, el Rosario”, dijo Teresita: “es tan difícil como un instrumento de penitencia”.

Hacia el final de su vida, cuando Teresita estaba sufriendo una muerte dolorosa causada por la tuberculosis, no se vio a sí misma como un sueño plácido en las manos de Dios, como ustedes pudieran imaginarse a todos los santos, sino que enfrentó un momento difícil de desolación espiritual que parecía centrar sus dudas en si había algo o no esperándole después de la muerte. “Si sólo supieran en la oscuridad en que estoy metida”, dijo a una de sus hermanas. En ocasiones, enfrentó la tentación del suicidio, apuntando con su dedo a las medicinas y diciendole a sus hermanas que el mantener medicinas potencialmente fatales cerca de su cama no era una buena idea.       

Esta es un área, creo yo, que a menudo pasa desapercibida en la vida de los santos.

Frecuentemente pensamos que los santos tienen la gran ventaja de sentirse constantemente en la presencia de Dios. Por lo tanto, imaginamos que las cosas fueron muy fáciles para ellos, por lo menos espiritualmente. Así pues, pensamos que Teresita del Niño Jesús pudo haber sufrido físicamente, pero siempre tuvo el consuelo de la oración. Permítanme recordarles que algunas veces fue mucho más difícil para los santos que para nosotros mismos.

Piensen en la Madre Teresa. Una vez que sus escritos y cartas personales se hicieron del dominio público, la Madre Teresa experimentó una oscuridad espiritual intensa que la acompañó en sus ultimos años. Este es un hecho no muy conocido de su vida. Su diario fue recientemente publicado en inglés bajo el título Ven. Sé mi luz.

“En mi alma”, escribió, “Siento un terrible dolor de pérdida, de que Dios no me quiere, o de Dios no siendo Dios, de Dios como alguien inexistente”. Esta es la Madre Teresa batallando con sentimientos de la no existencia de Dios. Con el paso del tiempo, comenzó a ver que este sentido de abandono era una manera en la que Dios la acercaba aún más a la figura de Cristo abandonado y a los pobres abandonados.

¡Aquí lo tienen! Muchos de nosotros pensamos que los  santos pudieron haber tenido vidas difíciles –todos los que trabajan con los pobres y los fundadores de órdenes religiosas–, pero pensamos que la tuvieron muy fácil cuando se trataba de la fe y la oración. Y esa clase de actitud o pensamiento, en ocasiones funciona como un pretexto. Decimos: “Puesto que los santos tuvieron algún tipo de unión mística, el vivir el Evangelio fue muy fácil para ellos. Así pues, dejemos la radicalidad del cristianismo para ellos”.

Pero como nos lo manifiestan Santa Teresita del Niño Jesús y la Madre Teresa, esto no siempre es el caso. Algunas veces batallan más que nosotros mismos. Esto hace que su ejemplo de vida sea aun más inspirador para nosotros y nos ayude a sentirnos mucho más cerca de ellos. Nos ayuda saber esto cuando estamos batallando en nuestra propia vida de fe, tanto como los mismos santos batallaron.

El leer la historia de Santa Teresita del Niño durante el noviciado me llevó a leer otras vidas de santos y casi santos. Como la de Angelo Roncalli, conocido también como el Papa Juan XXIII.

Antes entrar la noviciado, todo lo que sabía acerca de Juan XIII era que fue el Papa que convocó el Concilio Vaticano II. No tenía la más mínima idea de que era alguien muy chistoso.

La mejor historia es que la que presenta al Papa Juan XIII visitando un hospital de Roma, llamado el Hospital del Espíritu Santo, administrado por una orden de hermanas religiosas. Un día, el Papa llegó para hacer una visita sorpresa al hospital, y la hermana se apresuró a él para saludarlo y decirle: “Su santidad, yo soy la superiora del Espíritu Santo”. Y el Papa Juan le respondió: “¡Qué suerte tiene hermana! ¡Yo sólo soy el vicario de Cristo!”. En otra ocasión, cuando el Papa Juan aun era el embajador papal en Francia, se encontro en una cena, a donde ahí había una mujer sentada en frente de él, que llevaba un vestido bastante corto. Y su secretario le dijo: “Eminencia, ¡qué horrible! ¡Qué escándalo!”. Y el Papa le dijo: “¿Qué pasa?”. El secretario le dijo: “¡Esa mujer!”. ¡Todo mundo la está mirando a ella y a su vestido!”. El Papa replicó: “Ninguno la está mirando a ella. ¡Todos me están mirando a mí para ver si la estoy miranod a ella!”.

Una cosa que el Papa Juan XXIII nos enseña es lo malo que es el concepto o idea de un santo deprimido o regañón. Asimismo, nos enseña el valor del buen humor en la vida espiritual.  La alegría es el signo más seguro del Espíritu Santo. Y él nos enseña, como la Madre Teresa, el valor de la humildad: era es una amenaza constante a lo largo de su vida. Él nunca se vio a sí mismo por encima de otra gente y constantemente hacía referencia a su pasado familiar tan sencillo. Cuando era Papa, un niño pequeño llamado Bruno, le escribió acerca de un dilema que tenía: “Querido Papa”, escribió. “Estoy indeciso. Quiero ser Papa o policía. ¿Qué me sugiere?”.

El Papa Juan, le escribió: “Muy querido Bruno, si quieres mi opinión, aprende cómo ser un policía, porque eso no puede improvisarse. Cualquier persona puede ser Papa, la prueba es que yo me he convertido en el Papa. Si en alguna ocasión visitas Roma, ven a verme. Me encantaría hablar de esto contigo”.

A medida que leía las historias de los santos, me sentía más atraído aún a la estos hombres y mujeres, sentí una amistad verdadera con ellos. Comencé a verlos como modelos relevantes de santidad en mi propia vida y aprendí a apreciar la maravillosa particularidad de su propia vida. Había una diferencia entre Juan XXIII quien no se parecía en nada a Tomás Merton, quien no era como Juan Diego, quien no era como Monseñor Romero, quien no era como Teresa de Ávila. Cada santo o santa lo eran en su propia manera, y esto revela la manera divina de celebrar la individualidad.

Esto me alentó enormemente. Me hizo ver que ninguno de nosotros está supuesto a ser exactamente como Juan Diego o la Madre Teresa. Estamos supuestos a ser nosotros mismos, así como fueron ellos mismos. Como escribió Tomás Merton, “para mí, ser santo, es ser yo mismo”. Este es el tema del libro que he escrito: Mi vida con los santos.

Cada santo o santa vivió su propio llamado a la santidad en distintas maneras, y nosotros estamos llamados a imitarles en su diversidad. No hay necesidad de que ninguno de nosotros haga precisamente lo que hizo la Madre Teresa o San Francisco de Asís. ¡Ellos ya lo hicieron! En lugar de eso, cada uno de nosotros está llamado a vivir una vida santa en su propia manera.

Cada uno de nosotros manifiesta una santidad individual que construye el Reino de Dios de forma que otros quizá no puedan hacerlo. ¿Conocen el dicho tan popular de la Madre Teresa que es repetido por casi todas las personas: “Hagamos algo hermoso para Dios”? Pues bien, eso es sólo una parte de todo el escrito. El escrito completo es mucho más hermoso y se refiere a esta hermosa diversidad de la comunidad cristiana: “Ustedes pueden hacer algo que yo no puedo hacer. Yo puedo hacer algo que ustedes no pueden hacer. Hagamos juntos algo hermoso para Dios”.

La primera dificultad en descubrir la llamada universal a la santidad radica en el hecho de que mucha gente piensa que para ser santo tiene que ser otra cosa o ser otra persona.  Por ejemplo, una madre joven y generosa que pasa momentos prolongados al pie de la cuna o de la cama, cuidando a su criatura, puede decirles, con mucha tristeza: “Nunca seré como la Madre Teresa”. Un asociado pastoral que trabaja en una parroquia rica puede decir: “Nunca seré como Teresa de Ávila”. Y un sacerdote que se encuentra hundido en los detalles administrativos de su parroquia puede llegar a decir: “Nunca seré como Monseñor Romero”.

Pero tú no tienes que ser la Madre Teresa, Teresa de Ávila o Monseñor Romero, tú tienes que ser tú mismo. Esto no quiere decir que no puedas aprender mucho de sus vidas, pero no estás supuesto a ser ellos o ellas.

Como Tomás Merton dijo, la santidad consiste en descubrir “tu verdadero ser”, la persona que eres ante Dios, y luchar por ser esa persona.

Los problemas surgen cuando comenzamos a creer que a fin de ser santos, debemos ser otra persona. Utilizamos el mapa de alguien para llegar al cielo cuando en realidad Dios ya ha plantado en nuestra alma todas las direcciones que necesitamos. Cuando los admiradores visitaban Calcuta para ser a la Madre Teresa, ella les decía a muchos: “Busquen su propia Calcuta”. En otras palabras, Florece donde te han plantado. Descubre la santidad en tu propia vida.

Los santos nos enseñan que ser santos significa ser nosotros mismos. Este es un mensaje contundente para llevar hasta los confines de la tierra. Y un poderoso mensaje para llevar a los catecúmenos o a alguien de la parroquia o de la casa de retiro.

En el transcurso de mi vida, y con mucha sorpresa, he pasado de ser alguien sospechoso de las devociones a los santos a alguien que considera las devociones a los santos entre las grandes alegrías de su vida. Y en estos días me pregunto cuáles serán los compañeros dentro de muy poco tiempo que voy a conocer.

Me gusta pensar que todo esto es gracias a San Judas, quien durante todos esos años permaneció guardado en el cajón de mis calcetines, y que a la vez estuvo intercediendo por un niño que, después de todo, no sabía que alguien estaba orando por él.

Ahora, a pesar del hecho de que comencé a estudiar español hace más de 30 años y de haber practicado esta presentación, aun sigo siendo aprendiz. Cuando se trata de los santos, sigo siendo un aprendiz, porque diariamente me encuentro con nuevo santo o santa.

Pero cuando se trata de Dios, todos somos aprendices. Todos aprendemos el idioma de Dios, el idioma que nos ha hablado de muchas maneras. Primero, Dios nos habló mediante las maravillas de la creación. Después, mediante los grandes hombres y mujeres del Antiguo Testamento. Dios nos habló plena y claramente mediante la historia de Jesucristo y continúa hablándonos mediante el Espíritu Santo.

Existe además, otra manera en la que Dios nos habla: mediante los santos. Así pues, una manera de aprender el idioma divino es leyendo la historia de los santos. Sus vidas nos enseñan la gramática del amor que Dios tiene por nosotros.

Por supuesto es un idioma que todos hablamos de manera imperfecta. Cometemos errores, olvidamos cosas, aun más, nos negamos a hacerlas. Pero, como sucede con el aprendizaje de cualquier idioma, si escuchamos atentamente a quienes lo hablan bien, pronto nos daremos cuenta de que no es tan difícil entenderlo. Y mediante la escucha a los santos, podremos hablarlo con mayor facilidad. Continuemos pues, queridos hermanos y hermanas, ese hermoso diálogo, ¡en comunión con los santos y en comunión con los demás!

Muchisimas gracias!

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David Smith
14 years ago

Gracias.


 


 


 

David Smith
14 years ago

Los pocos errores de deletreación o gramática pueden contribuir al encanto del articulo, pero quizás sería preferible eliminarlos antes de que aparezcan en papel :O)


¡Gracias, otra vez, por su contribución!


 


 


 


 


 

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