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James Martin, S.J.February 13, 2013

 

For our Spanish readers, a translation of "The Pope's Legacy" by James Martin, S.J., courtesy of Juan V. Fernández de la Gala:

La renuncia del Santo Padre constituye un gesto de noble generosidad, realizado en bien de la Iglesia, a la que ha amado y servido durante tanto tiempo.

La renuncia de Benedicto XVI fue anunciada esta misma mañana, pero no tendrá efecto hasta el próximo 28 de febrero y, aunque sorprendió a casi todo el mundo, no constituye un hecho sin precedentes. Varios papas renunciaron ya a su condición, incluyendo a Gregorio XII, a comienzos del siglo XV, en pleno Cisma de Occidente. Pero fue aún más conocido el caso de Celestino V, a quien Dante colocó (literal y literariamente) en el Infierno de su Divina Comedia, precisamente por su renuncia, tras sólo cinco meses de ejercicio como papa, en 1294. Mucho más recientemente, hubo rumores de renuncia cuando se agravó la precaria salud del beato Juan Pablo II, como resultado de la enfermedad de Parkinson que padecía. El papa, sin embargo, optó por continuar en el cargo, convirtiendo en testimonio su propio sufrimiento humano. “El papa está viejo y enfermo ─solía decir con frecuencia─ pero ese sufrimiento es parte de la condición humana”. Para mí personalmente, aquel deseo de Juan Pablo II de servir incluso desde su precariedad física, fue un testimonio conmovedor.  

l papa Benedicto ve las cosas de otro modo. En su intervención de hoy, señala precisamente sus problemas crecientes de salud como la causa expresa de su renuncia: “He llegado a la certeza de que, por mi edad avanzada, ya no tengo fuerzas para ejercer adecuadamente el ministerio”. Y continuó: “En el mundo de hoy, sujeto a rápidas transformaciones y sacudido por cuestiones de gran relieve para la vida de la fe, para poder gobernar la barca de Pedro y anunciar el Evangelio, se necesita vigor, tanto de cuerpo como de espíritu. Un vigor que, en los últimos meses, ha disminuido en mí de tal forma que he de reconocer mi incapacidad para ejercer bien el ministerio que me fue encomendado. Por esta razón ─prosiguió─, siendo muy consciente de la seriedad de este acto, con plena libertad, declaro que renuncio al ministerio de Obispo de Roma, sucesor de san Pedro”.

La espectacular renuncia del papa Benedicto pareció sorprender a todos en el Vaticano, incluso al propio portavoz del papa, el jesuita Federico Lombardi: “El papa nos ha pillado a todos por sorpresa”, dijo. Para encontrar un acontecimiento tan sorpresivo como este podemos recordar el que protagonizara un día el papa Juan XXIII, que ejerció su pontificado entre 1958 y 1963. Desde luego, Juan XXIII causó verdadera sorpresa en el Vaticano y en sus cardenales cuando anunció la convocatoria del Concilio Vaticano II, una decisión que asumió, según dijo, después de larga reflexión, aunque la idea misma fue más bien algo que llegó por sí solo, “como una flor espontánea de una primavera inesperada”. Parece que los papas pueden tener su propio criterio, incluso frente a la inercia de la burocracia vaticana.  

Más o menos desde el pasado año había ya rumores crecientes sobre la capacidad del papa Benedicto para ejercer su ministerio y desarrollarlo plenamente, del modo que a él le hubiera gustado hacerlo. Sus viajes tuvieron que ser restringidos o reducidos en varias ocasiones e incluso sus apariciones en el Vaticano iban acompañadas de plataformas móviles y artilugios para que no se fatigase caminando. Finalmente, como cualquier persona de su edad, el papa ha tenido que cuestionarse si podría o no seguir haciendo su trabajo.

Hace unos años, el superior general de los jesuitas, el P. Peter-Hans Kolvenbach, SJ, se convirtió en el primer general jesuita en plantear su renuncia. Curiosamente, el P. Kolvenbach, que también empezaba a ser ya un anciano de salud delicada, confesó a sus consejeros jesuitas que sería difícil plantear la renuncia a Juan Pablo II, dado que éste se había manifestado claramente contrario a su propia renuncia como papa. La presentó, en cambio, a Benedicto XVI, que sí la aceptó, lo que pudo ya interpretarse como un signo de apertura del nuevo papa a esta posibilidad de la renuncia.

Así pues, los papas Benedicto XVI y Juan Pablo II quisieron dar distintas respuestas a una misma pregunta: ¿debería poder renunciar un papa enfermo?  Para Juan Pablo II, la imagen del papa anciano y doliente tuvo un valor espiritual para su grey; para Benedicto XVI, ante todo es preciso cumplir bien un cometido.  El discernimiento es siempre algo muy personal y es bueno caer en la cuenta de cómo dos hombres de profunda espiritualidad pueden tomar decisiones completamente distintas. Dios habla de forma diferente a personas diferentes incluso al enfrentarse a una misma cuestión.  En la vida de los santos, por ejemplo, vemos situaciones similares. Cuando san Francisco de Asís tuvo que afrontar una dolorosa enfermedad ocular, contraída, en opinión de aquellos médicos por derramar demasiadas lágrimas durante la Eucaristía, el santo prefirió persistir en aquellas prácticas de piedad. Sin embargo, cuando a san Ignacio le sucedió algo parecido, decidió seguir el consejo de los médicos y replanteó sus devociones, de modo que le permitieran tener suficiente salud como para ejercer bien su trabajo. Ambos habían respondido a lo que ellos creían que la voluntad de Dios trataba de inspirar en sus vidas. El papa ha hecho gala también de una gran libertad espiritual en su renuncia, lo que san Ignacio llamaba ser libre frente a los “apegos desordenados”.  Poco usual es hoy, desde luego, el ejemplo de quien renuncia voluntariamente a un poder semejante.

Benedicto XVI será recordado probablemente como el papa que, en un pontificado relativamente corto, trató ante todo de robustecer la ortodoxia de la Iglesia en algunos temas, que escribió varias encíclicas importantes, que destacó por su profundidad teológica, que prosiguió un amplio programa de apariciones públicas y que, pese a tanta actividad, todavía tuvo tiempo de publicar tres libros sobre la vida de Jesús que tuvieron una amplia acogida. No fue una estrella mediática, como su predecesor, sino un profesor universitario de los de toda la vida, pero capaz de marcar su propia impronta carismática gracias a su profunda finura teológica y a su intensa relación con la figura de Jesús. Un regalo quizá no suficientemente valorado fue aquella extraordinaria colección de mensajes que, cada miércoles, a la hora del Ángelus lanzaba a los aires de la Plaza de san Pedro durante sus apariciones públicas.  

Pero me atrevería a sugerir que su más perpetuo legado no lo vamos a encontrar en el eco mediático de algunos momentos de su pontificado (como sus largas gestiones para evitar la ruptura con la Sociedad de san Pío X, su firmeza en el escándalo del poderoso fundador de la Legión de Cristo, la revisión de la traducción del misal inglés, su respuesta, clara y decidida, en los casos de abusos sexuales o la controversia que despertaron sus comentarios sobre el islam y que tanto molestaron a los musulmanes, etc.) sino que habría que buscarlo en algo más personal: sus libros sobre Jesús. Será mucha más la gente que lea estos testimonios personales del papa Ratzinger sobre Jesús de Nazaret que la totalidad de sus encíclicas. Quizá algunos no estén de acuerdo con este aspecto de su pontificado, pero en estos libros, el papa supo volcar décadas de trabajo académico y de oración sobre una cuestión central para todo cristiano: ¿quién es Jesús? En definitiva, esta debería ser la tarea fundamental de un papa: acercar a la gente a Jesús. Y esto el papa Benedicto lo hizo extraordinariamente bien.

 

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