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Eileen MarkeyApril 04, 2013

This translation has been provided by Juan V. Fernández de la Gala. The original post can be found here.

Esta es una historia de amor y no de muerte. Estaba empezando la Cuaresma y me detuve un momento ante la tumba de tres religiosas de Maryknoll, en un pequeño cementerio al noroeste de El Salvador. Venía buscando a Maura Clarke, una de las cuatro hermanas asesinadas en diciembre de 1980 por el ejército salvadoreño, que entonces recibía apoyo expreso de los Estados Unidos. Ita Ford, Dorothy Kazel y Jean Donovan eran las otras tres. Pasados treinta años, si algo se recuerda hoy todavía de ellas es precisamente su muerte violenta que conmovió la conciencia americana, dirigió la atención del mundo a la brutal represión del régimen y puso en evidencia la complicidad de los Estados Unidos. Aquellos asesinatos fueron parte de una misma muerte que alcanzaba por entonces, a todo lo largo y ancho de El Salvador, a gente comprometida con la actividad sindical, con los derechos de los campesinos e incluso a laicos implicados en las tareas parroquiales. Para los salvadoreños fueron muertes impactantes, escandalosas en sí mismas.

Aquel otoño angustioso de 1980, Maura y sus amigos encontraron algún consuelo en el versículo del Evangelio de Juan: "Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos”(Jn 15, 13), que conecta la vivencia de la Pasión que acabamos de revivir esta semana con la posibilidad real que ella afrontaba entonces de que su muerte muy bien podría ser la próxima.

La verdad es que he estado siguiendo a Maura durante la mayor parte del año, porque estoy escribiendo su biografía. Me he leído hasta sus calificaciones del Bachillerato y la carta que envió pidiendo ingresar en la orden de Maryknoll. He estado hablando con monjas que trabajaron con ella en el Bronx, en Nicaragua y en El Salvador. Y hasta me ha parecido percibir el destello de una sonrisa o un guiño muy particular de su personalidad en el hecho de que se matriculara en clase de Arte en la Universidad de Fordham en los años cincuenta. Sin embargo, yo la seguía percibiendo evasiva, como perdida dentro de su hábito, detrás de aquellas ropas abnegadas de los conventos preconciliares. Mi viaje en su búsqueda parecía una peregrinación, intentando ver dónde fue asesinada y tratando de entender cómo una chica de Rockaway Queens acabó muerta en una oscura carretera al filo mismo de la Guerra Fría.

Durante el largo trayecto en autobús que separa Managua de San Salvador, intenté comprender qué fue lo que trajo a Maura a un país volcado con tan desesperada violencia contra un movimiento que nacía desde la más elemental justicia social. Maura empleó seis meses en decidir si vendría o no. Llegó en agosto de 1980, cuando Monseñor Romero, media docena de sacerdotes y miles de salvadoreños habían sido ya asesinados. Ella sabía que podía morir. ¿Cómo se llega desde una infancia feliz a orillas del Atlántico a este espectáculo de horror?

Yo ahora me encontraba en aquel cementerio solitario y polvoriento, tan lejos de su casa, al final de una carretera llena de baches que descendía colina abajo. Y Maura estaba enterrada allí,  entre dos de sus hermanas de Maryknoll: a un lado Ita Ford, con quien trabajó y murió y, al otro, Carol Piette, que falleció en accidente de tráfico pocos meses antes.

Me puse delante de la tumba e intenté acallar mi mente. Pero Maura no estaba allí. Debió ser algo parecido a lo que aquellas mujeres sintieron la primera mañana de Pascua, cuando fueron a venerar el sepulcro y se lo encontraron vacío. El caso es que a mí siempre me gustó la Cuaresma, esos oscuros días del final del invierno, el deseo de purificación, la austeridad, el vaciamiento, el desierto. Me gustaba caminar en aquella oscuridad, en la terrible metafísica del deicidio. Tendemos a centrarnos fácilmente en la tumba y en la cruz. A mí, al menos, me pasa. Por eso pensé en la historia de Maura como en una típica historia de Viernes Santo, con el sacrificio y el pecado (la codicia, la violencia) y, quizá, una hipotética resurrección.

Pero cuando me senté con la gente con quien ella se sentó durante esos 16 años que pasó en Nicaragua y los cuatro meses que estuvo en El Salvador, aprendí que la historia de Maura ─y la historia del cristianismo por el que ella murió─  no trata de penitencias ni de agonías, sino de amor.

Finalmente, he encontrado a Maura en mi viaje a Centroamérica, pero no en el cementerio, ni siquiera en el sitio donde su cuerpo y los de sus amigos fueron descubiertos en aquella fosa poco profunda donde los arrojaron. La encontré en una mujer salvadoreña que dijo que estaba viva porque Maura se preocupó de ella cuando vinieron a buscarla los escuadrones de la muerte. Mercedes Monge habla de miedo, pero también de cómo enseñó a Maura a hacer pupusas (tortitas de maíz), de meriendas al aire libre y de muchos ratos pasados juntas, nadando y cantando.

He encontrado a Maura en una vieja ciudad minera de Nicaragua donde tres mujeres de mediana edad cuentan satisfechas cómo Maura fue capaz de percibir su inteligencia cuando no eran más que unas pobres niñas campesinas de 12 años de edad y las preparó para ser maestras.

La he encontrado en doña Miriam y doña Luisa y en una veintena de personas más con quienes se sentó en los gastados saloncitos de los barrios menos elegantes de Managua para hablar del amor. La cara redonda de doña Miriam brilla cuando recuerda los retiros para mujeres a los que Maura la invitó a en los años setenta, las joviales comunidades cristianas de base que ella ayudó a formar, aquel creciente sentimiento de autoestima, el convencimiento de que Dios es mucho más amor que juez. Como dijo otra mujer, Maura y las hermanas con las que trabajó enseñaban a los oprimidos que eran queridos, que eran dignos, que Dios deseaba para ellos la felicidad y no el sufrimiento.

Después de treinta años, nadie recuerda a Maura por ser la más pía o la más ortodoxa. Quienes han colgado su foto en la pared de yeso o quienes le han puesto su nombre a sus hijas o quienes se enjugan una lagrimilla mientras sonríen al escuchar su nombre y recordarla, no lo hacen porque fuera la más severa, la que mejor se autoflagelaba, la más apegada al desierto de la abnegación. Guardan su memoria porque se sintieron arropadas por su amor. Cuando Maura hablaba contigo te sentías querida, me decía una tras otra. Ella entraba en las casuchas de cartón de Nicaragua, visitaba los pueblos amedrentados de El Salvador y se dirigía a la gente con una bondad abierta y desarmante.

Pues esto es de lo que va esta historia, no de la muerte, ni de la tortura ─ya sea en la cruz o a manos de una junta militar─. Esta historia habla de amor, del amor de Maura, cálido, floreciente y vivificante.

 

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